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martes, 18 de junio de 2013

La obra sin fin.

Aquella tarde andaba despreocupado, sin prisa. Caminaba de baldosa en baldosa, intentando no pisar las de color negro, como por diversión hacía cuando era pequeño. En ese momento, no buscaba jugar, sino evadirme, entretenerme con cualquier tontería.

Me detuve.  Algo me hizo sonreír estúpidamente. Exhalé. Era aquel olor que provenía de la pastelería. ¡Qué recuerdos! ¡Qué nostalgia! Me acerqué a la puerta, y vislumbré la mesa con mecedoras donde mi abuela y yo tomábamos, las tardes de cada invierno, los que eran y serán siempre para mí, ‘los mejores chocolates del mundo. Seguí caminando. Más adelante, alcé la vista ante el edificio más alto del barrio. Allí, frente a él, sentado en un banco, pasé horas y horas. Casi sin darme cuenta, estaba ocultándose el sol. Era lo más espeluznantemente maravilloso que jamás había contemplado. No importaba la hora, ni si quiera la incomodidad de aquel banco tan pedregoso…

Poco a poco, las ventanas de aquel monstruo de hormigón iban cobrando color. La oscuridad de la noche, iba apaciguándose gracias al juego de luces. Mi vista alcanzaba, a través de los cristales: A una familia cenando, a una niña tocando el violín haciendo las delicias de sus papás, a una pareja haciendo el amor apasionadamente en el balcón, a una señora llorando, a un bebé siendo amamantado… Sin duda, lo que más interés suscitó en mí, fue aquél señor mayor que desde la azotea, a varios pisos de altitud, estaba observando las constelaciones desde un telescopio. Quizás encontraba en las estrellas la compañía que necesitaba en su mundanal soledad. Compañía que no conseguía llenar viendo la televisión o jugando a las cartas, como cualquier señor de su edad. Llegué a pensar,  incluso que contemplar galaxias era algo que hacía desde que su mujer se ausentó fatídicamente por el destino de la vida, y que intentaba buscarla, entre la infinidad de planetas.
 ¡Estaba perdiendo la cabeza! Imaginando y suponiendo cosas irreales y absurdas. ¡Pero era tan fascinante! Cada calle, cada hogar, cada habitación de hotel, cada hospital, cada colegio, cada parque, cada plaza, cada montaña, cada bosque, cada playa, incluso cada estrella, contiene su propia historia.

 Y es que son miles de millones de personas las que forman la vida. Vidas, que hacen del mundo, un lugar fascinante: Un lugar para soñar.
Vale, había sobrepasado los límites de la racionalidad, pero… ¿Qué importaba?


Allí seguí, contemplando piso por piso las vidas de aquellas personas. Personas ajenas a mí, que dejaron de serlo cuando  empezaron a interpretar la obra sin fin. La obra interminable. La obra más excitante que jamás se podrá representar y que por virtud, azar y suerte, yo, aquella tarde pude experimentar: ‘La obra de la vida’.