Aquella tarde andaba despreocupado, sin prisa. Caminaba de
baldosa en baldosa, intentando no pisar las de color negro, como por diversión
hacía cuando era pequeño. En ese momento, no buscaba jugar, sino evadirme,
entretenerme con cualquier tontería.
Me detuve. Algo me
hizo sonreír estúpidamente. Exhalé. Era aquel olor que provenía de la
pastelería. ¡Qué recuerdos! ¡Qué nostalgia! Me acerqué a la puerta, y vislumbré
la mesa con mecedoras donde mi abuela y yo tomábamos, las tardes de cada
invierno, los que eran y serán siempre para mí, ‘los mejores chocolates del
mundo. Seguí caminando. Más adelante, alcé la vista ante el edificio más alto
del barrio. Allí, frente a él, sentado en un banco, pasé horas y horas. Casi
sin darme cuenta, estaba ocultándose el sol. Era lo más espeluznantemente
maravilloso que jamás había contemplado. No importaba la hora, ni si quiera la
incomodidad de aquel banco tan pedregoso…
Poco a poco, las ventanas de aquel monstruo de hormigón iban
cobrando color. La oscuridad de la noche, iba apaciguándose gracias al juego de
luces. Mi vista alcanzaba, a través de los cristales: A una familia cenando, a una
niña tocando el violín haciendo las delicias de sus papás, a una pareja
haciendo el amor apasionadamente en el balcón, a una señora llorando, a un bebé
siendo amamantado… Sin duda, lo que más interés suscitó en mí, fue aquél señor
mayor que desde la azotea, a varios pisos de altitud, estaba observando las
constelaciones desde un telescopio. Quizás encontraba en las estrellas la
compañía que necesitaba en su mundanal soledad. Compañía que no conseguía
llenar viendo la televisión o jugando a las cartas, como cualquier señor de su
edad. Llegué a pensar, incluso que
contemplar galaxias era algo que hacía desde que su mujer se ausentó
fatídicamente por el destino de la vida, y que intentaba buscarla, entre la
infinidad de planetas.
¡Estaba perdiendo la
cabeza! Imaginando y suponiendo cosas irreales y absurdas. ¡Pero era tan
fascinante! Cada calle, cada hogar, cada habitación de hotel, cada hospital,
cada colegio, cada parque, cada plaza, cada montaña, cada bosque, cada playa,
incluso cada estrella, contiene su propia historia.
Y es que son miles de
millones de personas las que forman la vida. Vidas, que hacen del mundo, un
lugar fascinante: Un lugar para soñar.
Vale, había sobrepasado los límites de la racionalidad, pero…
¿Qué importaba?
Allí seguí, contemplando piso por piso las vidas de aquellas
personas. Personas ajenas a mí, que dejaron de serlo cuando empezaron a interpretar la obra sin fin. La
obra interminable. La obra más excitante que jamás se podrá representar y que
por virtud, azar y suerte, yo, aquella tarde pude experimentar: ‘La obra de la
vida’.